
17 Oct 2019
Harvey Keitel en una de las escenas icónicas de Smoke (Wayne Wang 1995)
Para muchos de los que hemos tocado aun la fotografía analógica, procesar todo lo que ha supuesto el convulso camino hasta esta era digital, extenuante en muchos aspectos, nos ha dejado un sabor de boca un tanto agridulce. Dulce, sin duda, por todas las posibilidades creativas que la tecnología ha traído consigo, y amargo, también, porque tal y como, hace ya 5 años, definió el fotógrafo Siqui Sánchez en aquel legendario cabreo, Apoteosis de la Mierdografía, cuando una actividad artesanal (porque eso éramos los fotógrafos: artesanos de la imagen) pasa a convertirse en un producto fast food, la esencia de ese acto artesano acaba siendo engullida por la banalización y la ausencia de esa complejidad intelectual en el discurso, necesaria esta, en cualquier proceso creativo o artístico. La fotografía no ha muerto, ha evolucionado, y de qué manera, pero hay que reconocer que desde que se “democratizó”, su uso en las redes sociales tienen algo de, y cito de nuevo a Siqui, «patología del comportamiento».
Y ahora es cuando viene el aviso para navegantes. La fotografía me descubrió uno de los pilares de mis creencias, y es que la objetividad no existe, aunque pretenderla o aspirar a ella son actitudes muy loables. Soy de los que piensa que el acto fotográfico es un acto totalmente subjetivo, y el mismo concepto es aplicable a mi percepción de las cosas, incluso cuando estas no pasan por una cámara fotográfica. Por tanto, lo que aquí escriba no es más que el fruto de mis propios filtros de Instagram.
La fotografía me descubrió uno de los pilares de mis creencias, y es que la objetividad no existe, aunque pretenderla o aspirar a ella son actitudes muy loables.
En mi caso, los años analógicos y los años (exclusivamente) digitales ya están casi a la par, y juntos suman ya 30 otoños. No soy de los que echo de menos lo analógico, al menos en lo que concierne a procesos de producción de imágenes, ya que sería absurdo negar todo lo que mi conversión al digital me ha brindado, creativa y, sobretodo, profesionalmente, desde que en 1998 entré de bruces al tema, no solo en el campo de la fotografía, sino también en el del diseño (mi otra pasión). Pero reconozco, como buen nostálgico experimentado, que a veces, cuando cierro los ojos y me traslado mentalmente a mis primeros años de blanco y negro, y revivo las sensaciones de aquella época fotográfica, siento una complacencia anímica cercana a una sobredosis de Calm, esa app que aspira a sustituir el consumo de valerianas. Supongo que, aunque no eche de menos los procesos técnicos, si que echo de menos la esencia del acto fotográfico de entonces, la del observador cargado con una cámara que captura fragmentos interesados de aquello que ve, con los que crear un discurso visual que, en muchos aspectos, en mi caso, era más cercano al “mundo interior” que a cualquier interés por mostrar el mundo exterior desde un punto de vista realista.
Selfie entre estrellas (fragmento). © Bernat Gutiérrez 2018
Porque, queridos millenials, hubo un tiempo no tan lejano, en una galaxia, tampoco tan lejana, en que no existían los megapíxeles en nuestras vidas, y el Photoshop (este sí existía, que tampoco soy tan viejales) era algo que manejaban cuatro lumbreras y sonaba como a la onomatopeya de una caída de panza en una piscina llena de agua. Fotografiar no era muy diferente a lo que es ahora, simplemente que, entonces, en lugar de capturar la imagen a través de unos sensores, lo hacíamos con carretes de película fotosensible. Eso si, ni pantallitas LCD ni cámaras silenciosas sin espejo; lo de ver la foto al instante era ciencia-ficción de la buena (salvo para los de Polaroid) y yo, os juro, que he llegado a despertar a mi padre de la siesta, en modo infarto, con el clic-clac de una cámara de formato medio.
Porque, queridos millenials, hubo un tiempo no tan lejano, en una galaxia, tampoco tan lejana, en que no existían los megapíxeles en nuestras vidas, y el Photoshop (este sí existía, que tampoco soy tan viejales) era algo que manejaban cuatro lumbreras y sonaba como a la onomatopeya de una caída de panza en una piscina llena de agua.
El revelado, eso si que ha evolucionado (¡la virgen!). Por entonces el proceso de obtención de una imagen después de ser capturada en cámara era algo, por decirlo de algún modo, bastante húmedo y a medio camino entre la absoluta oscuridad y la luz roja de un puticlub en el imaginario cinematográfico. Por lo pronto, sacar la peliculita de marras de un carrete metálico de 35mm, para introducirla en la espiral del tanque de revelado de negativos tenía su parafernalia, ya que esto solo podías hacerlo totalmente a oscuras (el negativo era sensible a todo tipo de luz), con destreza en las manos y usando tecnología punta de entonces como, por ejemplo, un abre chapas de botellín. Por suerte, una vez cargado el tanque estanco, ya podías seguir el proceso con las luces encendidas, aunque sé de algunos que en sus inicios no entendieron bien la metodología y siguieron con las luces apagadas hasta sacar el negativo revelado… «Fueron 20 minutos angustiosos» me confesó uno.